Crónica del día. No hacen falta regalos nuevos cuando todos los viejos siguen tan nuevos como si nunca hubieran envejecido.
Que no está el horno
para bollos, ya lo sabe la harina. Que se ve, se oye y se siente el desánimo
arrastrándose por el asfalto llevo de socavones, es tan viejo como el sereno
que antaño acudía a abrir las puertas de la decencia en horas intempestivas
para la buena urbanidad.
Mucho ha llovido
desde la época del recato tras las cortinas. Veo en la sobremesa de sofá y siesta entre bostezos “Amar en tiempos revueltos” y
me sacude la nostalgia de la rebeca sobre los hombros y el lazo anudando la
cola de caballo; los calcetines tobilleros y la falda a media pierna. También
el cine de beso oculto y la mano renqueando para llegar a la entrepierna,
mientras los cinéfilos colindantes pegaban chicles bajo los asientos del
gallinero, y miraban de soslayo para avergonzarse de lo que aún no se había consumado.
Por momentos, siento
nostalgia del silencio y la mojigatería. Siempre digo aquello de que, volver
hacia atrás ni para coger impulso, y no puedo dejar de sentir repulsa hacia
lo que parecen halos refulgentes como aureola inventada sobre sacrosantas cabezas, cuando
miro en derredor y me esfuerzo por no darle con el rodillo de hacer tortitas a
más de cuatro que me cruzo por la calle, cuando les brilla el oropel del fraude
en sus figuras gastadas.
Pero echo de menos a la
chiquilla de rizos peinados y charol en los zapatos que, feliz, saltaba a la
comba en las calles; aunque la noche desdibujara los rostros cuando las cocinas
se alimentaban de leña entre las trébedes y el barro cocía el hambre sazonada
de tristeza, pero alimentaba el respeto
al vecino de puertas abiertas y alacenas sin cerrojo.
Añoro la quietud de
las calles de mi adolescencia junto al beso de la tranquilidad merodeando las
esquinas. Echo de menos el abrazo maternal de mi abuela que me enseñaba entre
caricias a disfrutar de lo nuestro, sin
tener que quitárselo a los demás. Al esfuerzo de mi madre por guardar en
montoncitos los duros para mis juguetes, y la lana tejida para el invierno,
para que yo paseara como reina entre la nieve y el frío me coloreara la piel
mientras jugaba a ser tendera.
Ahora, ni rezándole
al patrón de las causas perdidas, rememorando
aquellas misas obligadas de
peinados ocultos tras velos de colores que prendían alfileres de cabezas
perladas, se podría conseguir que volviera la calma a las vidas disfrutadas de
calle y encuentro.
Yo no recuerdo el
miedo antiguo, porque no sufrí aquellos estragos de post-guerra que tiñeron de
negro los presagios, cuando todo obligaba a callar y los supervivientes
doblegaban la cabeza, pero los niños éramos libres entre los juegos y la
inocencia; sin más miedo que el de rompernos la piel de las rodillas por los
porrazos al correr tras juguetes
rudimentarios o imaginados.
Miro atrás y me quedo
con aquel negrito del África tropical, endulzando la vuelta de la escuela. Los
seriales radiofónicos en los que me aplastaba la nariz sobre la radio,
intentando ver dentro a los que tanto hablaban, lloraban o reían. La magia de
las palomitas saltando algodonadas en la sartén sobre la lumbre. El caramelo
tiñendo los cazos dando vueltas al calor del azúcar. Aquellos mininos que
miraban quietos el bulle-bulle de pollitos salidos de huevos recientes. El chocolate acompañando el pan o las tortas de
manteca calentadas al orete del fuego. Aquella primera novela que pesaba más que yo, encontrada en lo alto de un armario oliendo a
tiempo y olvido, y la leía cuando mis años eran de gatos con botas y
cenicientas.
Sueño aún con la
muñeca que conservo entre el polvo de un rincón, que andaba cogida de la mano y
llevaba puestas mis enaguas de los vestidos algodonados. Y me quedo con todo y la
nada de todo aquello. Porque ya sólo hay ausencia en los recuerdos teñidos de
nostalgia. Dulce nostalgia. Pero no
puedo evitarlo; quisiera ser niña de nuevo y jugar hasta romperme la piel de
las rodillas. Cargar el peso de mi nostalgia, para sopesar a la niña feliz que
se retrataba en blanco y negro y veía colorines. Anudarme el uniformado lazo
blanco a la cintura, y comprarme “paleduz” a las cinco de la tarde entre
plumier oliendo a mina y borrador de nata. Peinarme las trenzas anudadas en
lazos de nylon rosa, y desenroscarme el flequillo rebelde como los años
tiernos. Volver a ser la niña que le escribía a la Luna de sus sueños, porque
la realidad me pide ir hacia atrás y jugar de nuevo para encontrarme en ellos.
No sé por qué hoy me
asalta como ladrón agazapado la nostalgia. Quizá porque hoy cumplo un año más.
Un año que se suma al tiempo de un tiempo que durará tanto como para hacerse
realidad la nostalgia, y llevarme de su mano al mágico mundo de los sueños.
Sueños que siempre viven conmigo y me ayudan a seguir jugando.
Y, como no hay nostalgia sin alegría pasada por el tamiz, creo que me he ganado una tarta de chocolate y ratones. Mi preferida.
Gata Literata.